lunes, 9 de febrero de 2009

El Diario de Paula I

La ví ayer otra vez...

Era esa hora que aletarga el día y vuelve indecisa a la noche. Miraba ese dorado del cielo que me acobija la piel mientras leo al pie de mi ventana, cuando ella apareció... Apenas la distinguí al principio, casi como una sombra inadvertida tras las cortinas de tenue seda que entreabiertas danzan con el viento.

Iba desnuda... Casi no dí crédito a tan bella imagen. Inadvertidamente solté a D.H. Lawrence en una página perdida, lo cual en otro momento me hubiera consternado, pero no ayer... porque ayer al verla pasar frente a la ventana de su cuarto no pude sino ocultarme rápidamente tras el marco y mirarla en silencio.

En un instante volvió a pasar una vez más... esta vez lentamente... y me estremecí a la vez que sin darme cuenta ya me mordía el labio y mi corazón se aceleraba. "Paula!! qué estás haciendo?" me dije... Pero la culpa no hacía sino comportarse como la he malcriado, caprichosa y egoísta.

Una vez más apareció. Esta vez se quedó estática, dándome la imagen de una espalda majestuosa... me inundó de envidia aquel dorado que se filtraba a su habitación y la tocaba, la acariciaba en un juego de sombra y color. Y sus nalgas, de perfil de luna creciente, casi podía imaginarlas suaves, tersas al roce de mis manos... Me sonrojaban tanto que me ví obligada a mirar al piso y esconderme. Pero necesitaba más, volví a mirar y esta vez sus piernas me atraparon, se apoyaba sensualmente en una vieja silla mientras terminaba de secarlas. La sola imagen de la toalla recorriendo su cuerpo me viajó a su habitación, podía imaginarme el aroma a jabón de jazmín tras su cuello, sentir la humedad aún guardada en su ombligo... en sus pechos... su cabello...

Una media... otra media... Y luego esa hermosa lencería negra que le ví desempacar frente al espejo el martes pasado... Luego desaparece. Me sentí gritar en silencio al perder su imagen. Pero apareció de nuevo, y el balanceo rítmico de sus pechos me provocó un cosquilleo que escaló de la planta de los pies a mis entrañas, se abrió paso en mi estómago, para luego agolparse como una presión intensa en mi cuello. Calor! calor!! calor intenso en mis palmas. Y mis ojos bien abiertos deleitándose en la redondez de sus pezones. Los míos hicieron lo propio y pronto mi blusa delatora se apoderó de mis instintos.

Que sensación intimidante! No pude seguir mirando y me recargué de espalda a la pared, sabiendo de lo dura que es la vida cuando a mi carne la asalta la belleza. Me deslicé, lentamente, hasta el suelo. Descancé en cuclillas por un tiempo, cabizbaja y con los ojos cerrados, memorizando cada detalle de su cuerpo.

Pasaron los minutos y logré respirar profundamente tras un suspiro largo que me recobró la conciencia. Medité un rato en silencio sentada en el suelo. Sabía que para entonces se habría ido. Pero su silueta ha quedado impresa en mi mente, así como el retrato de mi afrenta en esta página.